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Todo empezó la noche de la infección en los riñones. La fiebre me había hecho sudar tanto que al despertar decidí tirar la camiseta a la basura. Pero antes, al intentar levantarme, mis piernas temblaron como las de un cervatillo recién nacido. Llegué al cuarto de baño palpando las paredes como un ciego a plena luz del día, y al darme cuenta de que el inodoro se teñía de rojo decidí que era hora de ir al médico.

En la sala de espera de la consulta hacía calor y olía a sopa de anciano con medicinas. Mientras esperaba, observé mi rostro reflejado en el cristal de una puerta y comprendí por qué todos los pacientes me miraban. Papillón asomando la cabeza por la trampilla de la puerta de su celda no tenía peor aspecto que yo en aquel momento.

Esperé durante casi dos horas para ser atendido ya que no tenía cita previa y siempre había casos más urgentes que el mío. Siempre hay gente que se encuentra peor que tú. Siempre hay quien anhela lo que tú tiras a la basura.

Cuando días después tuve que regresar a aquella sala de espera, decidí llevar conmigo un libro, uno de Bukowski. Pensé que si tenía que esperar de nuevo sería mejor estar acompañado. Entonces descubrí que aquel era un buen sitio para disfrutar de aquellas crónicas de bajos fondos. El pobre Chinaski siempre estaba más jodido que yo, y la lectura de sus calamidades me permitió evadirme mientras la enfermera iba llamando uno por uno a todos los pacientes de la sala, pero nunca era mi nombre el que pronunciaba. Definitivamente, esperar allí era una parte importante de sufrimiento a añadir a cualquier patología, y sólo la lectura parecía aliviar los síntomas.

Pocos días después tuve que enfrentarme a una situación aún más complicada.

La cola del paro se extendía varias decenas de metros a un lado de la acera, minutos antes de que la oficina abriera sus puertas. Los primeros de la fila aguardaban allí desde horas antes de que amaneciera; no había números para todos.

Una vez dentro de la casa de los horrores, como yo había bautizado a aquella infame oficina, tuve que volver a esperar de manera agotadora para ser atendido. Volví a echar de menos entonces al pobre Chinaski y sus desventuras en el lado salvaje de la vida.

Al día siguiente,  me ví obligado a regresar para entregar un documento que había olvidado, pero esta vez Bukowski volvió a acompañarme bajo el brazo. Cuando yo estaba mal, sus personajes siempre estaban infinitamente peor. Leer sus libros en la cola del paro era como leer la Biblia en un altar. No había un lugar ni una situación mejor. Para mi sorpresa, aquella mañana el tiempo pasó tan rápido que pronto me vi de vuelta a casa, con varios papeles del paro firmados y doblados entre las páginas del libro.

Y así fue como al día siguiente salí de casa temprano, armado con mi libro de camino a mi particular biblioteca. Aunque no tenía nada que firmar aquella mañana, busqué un asiento vacío  y simplemente me senté a leer, mientras los números rojos de las pantallas que colgaban del techo avanzaban con la lentitud de un cortejo fúnebre, y los cadáveres se aproximaban a las mesas para entregar papeles, para recogerlos, para protestar, para llorar, para rogar, para implorar, para seguir peleando a la contra.

Y yo, en aquel asiento azul de plástico desgastado, me sentía liberado de la carga de tener que avanzar hacia los funcionarios y devoraba las historias de los suburbios más oscuros y las pensiones más baratas de Los Ángeles.

Durante varios días seguí con el mismo ritual. Aquella pequeña rutina me mantenía vivo. Me levantaba a eso de las diez, desayunaba, me duchaba y emprendía mi camino como cada mañana a mi biblioteca privada. Algunos oficinistas comenzaban a estudiarme de reojo, pero no parecían darle mucha importancia. Supongo que tenían suficiente con intentar resolver los asuntos de los demás miembros de aquel club de las caras largas.

Mientras tanto, yo seguía disfrutando cada día de mi lectura. Y el bueno del personaje de Chinaski seguía metiéndose en líos, y sus trabajos eran cada día más penosos y sus enfermedades también lo eran; sus borracheras seguían en aumento, como también lo hacían sus peleas y el número de mujeres que pasaban por su cama. Él siempre estaba peor que yo y las líneas de aquel libro habían encontrado el mejor lugar para ser liberadas. No se podía leer a Bukowski en la playa o en una verde pradera. Los párrafos fluían con suavidad en la oficina del paro, en la casa de los horrores; aquel era el lugar.

Terminé aquel libro y lejos de querer dejarlo, me hice con La senda del perdedor y seguí con mi ritual de lectura diaria. Al fin y al cabo estaba seguro de que aquellos funcionarios no tenían preparado ningún puesto de trabajo que llevara mi nombre.

Pero ocurrió que una mañana un vigilante de seguridad, en el cual nunca había reparado, se acercó a mí con cara de pocos amigos.

-¿Estás esperando a ser atendido? –preguntó.

-No –dije con tranquilidad, sin levantar mi vista del libro.

-No puedes estar aquí.

-¿Perdón? –entonces sí levanté la vista.

-Esto no es una biblioteca.

-¿Ah, no?

-Eso he dicho.

-No lo sabía. Como aquí hay tantos papeles por todas partes…

-¿Eres el gracioso de la sala?- al llegar a esta pregunta el vigilante no ocultaba su cabreo.

-No señor, soy una persona muy normal- respondí con una sonrisa.

-¿Ah, sí? Yo creo que estás por debajo de lo normal.

Cerré el libro con tranquilidad y me levanté.

-Escuche amigo, éste es un lugar público. Tengo tanto derecho a estar aquí como usted y no pienso mover mi culo de este asiento de plástico mugriento, porque supongo que un pedacito de él lo he pagado con mis impuestos, con los mismos que pago tu miserable sueldo.

-¿No me digas? –sonrió enojado el vigilante- ¿Y también has pagado mi porra con tu sueldo?

Aquel tipo vestido de uniforme desenfundó su porra a la velocidad del rayo y noté cómo algo golpeaba mi cabeza. Caí al suelo boca abajo y él colocó su rodilla sobre mi espalda y tiró de mi pelo hacia atrás.

-Escúchame bien, tarado de mierda –susurró a mi oído mientras mi cabeza comenzaba a sangrar- , vas a coger tu culo con una mano y con la otra ese libro que tanto te gusta y te vas a largar de aquí echando leches. Y el primer lugar al que vas a ir será el primer supermercado que encuentres,  para ver si necesitan a alguien que sea capaz de colocar todos los carritos de la compra en fila o de reponer el papel higiénico de las estanterías. Y si no necesitan a nadie porque el puesto está cubierto por alguien tan listo como tú, vas a probar en el siguiente comercio que veas abierto, y así hasta que hayas terminado con todos y cada uno de los comercios de esta ciudad. Y si aun así no consigues ningún trabajo, te irás al pueblo de al lado o cogerás un tren al siguiente, pero antes de que comience una nueva semana quiero verte trabajando para que no vuelvas a aparecer por aquí nunca más.

               El vigilante dejó de ejercer presión sobre mi espalda y yo traté de incorporarme mientras un hilo de sangre comenzaba a bajar por mi frente y a columpiarse por mi nariz.

-¿Dónde está mi libro? –pregunté aturdido.

-Aquí está –apuntó un niño sonriente recogiéndolo del suelo. Yo lo miré extrañado.

-Señor, su libro –repitió él tirando de mi pantalón a la altura de la rodilla.

               De pronto desperté y volví a la realidad como quien vuelve de un largo viaje. Me había quedado dormido, sentado en aquel incómodo asiento de sala de espera. El niño dejó el libro sobre mis rodillas y volvió corriendo a los brazos de su madre, una mujer delgada que me miraba con gesto serio desde otro triste asiento de plástico azul.

Miré a mi alrededor. Los números rojos seguían avanzando lentamente. Las mesas continuaban recibiendo a personas que firmaban papeles. Los teléfonos sonaban y nadie parecía querer cogerlos. Me levanté y me llevé la mano a la cabeza, para cerciorarme de que no había brecha alguna ni sangre resbalando por mi rostro.

Regresé a casa; Bukowski en la cola del paro podía llegar a ser peligroso.

J.S.